El final de un año y el comienzo de otro propician, en los medios de comunicación, toda suerte de balances, inventarios y recuentos de lo acaecido durante los 12 meses anteriores en los distintos campos de la actividad humana. Permítanme, pues, que me acoja a esta vieja costumbre periodística para hacer, en los siguientes párrafos, una breve relación de figuras relevantes en muy diversas disciplinas que han fallecido en 2010. Tomaré como base, sencillamente, los obituarios que publican de manera regular El País y otros grandes diarios internacionales.
El pensamiento político de izquierdas ha sufrido en Francia dos bajas muy sensibles: el filósofo y militante trotskista Daniel Bensaïd, uno de los inspiradores del Mayo del 68, y Claude Lefort, pensador antitotalitario, padre de la revista y del grupo Socialisme ou Barbarie. Si, sin dejar las ideas, pasamos a la acción, hay que citar el óbito de Abraham Serfaty, comunista marroquí, el más celebre y encarcelado opositor al régimen de Hassan II. Sin olvidar la prematura muerte de Tony Judt, historiador y analista británico de renombre internacional. Aunque carentes de la celebridad global de Judt, no sería justo desconocer los fallecimientos del influyente periodista alemán Ernst Cramer, que fue director del diario hamburgués Die Welt, del diplomático holandés Max Kohnstamm, impulsor en los años cincuenta de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, Ceca, o del diplomático norteamericano Richard Holbrooke, artífice de los acuerdos de Dayton sobre Bosnia.
Las pérdidas que quiero evocar en el mundo del cine empieza forzosamente por la de Tony Curtis, el inolvidable actor de “Con faldas y a lo loco” y otras grandes películas de la misma década, y siguen por su prolífico colega Harold Gould, y continúan con el director Irvin Kerschner, responsable de importantes y taquilleros títulos en el Hollywood de los setenta. Pero tanto o más celebrados que los filmes de Curtis en Occidente eran los que coetáneamente dirigía en la URSS Vladimir Motyl, fallecido en el mes de febrero.
Si nos adentramos por las veredas del arte, a lo largo de 2010 hicieron mutis por el foro el reputado violinista y director de orquesta ruso Rudolf Barshai y, en sus antípodas, el músico, poeta underground y militante anarquista norteamericano Tuli Kupferberg. Y el escritor argentino David Lagmanovich, maestro del microrrelato; y su colega holandés Harry Mulisch, uno de los tres autores más importantes de los Países Bajos durante la segunda mitad del siglo XX; y el novelista marroquí en lengua francesa Edmond Amran el Maleh; y el relevante pintor expresionista estadounidense Jack Levine.
Sin desdeñar al longevo campeón ajedrecista húngaro Avidor Lilienthal, o al gran economista austriaco Kurt W. Rothschild, es tal vez en el campo de las ciencias donde las pérdidas son más numerosas: el físico y astrofísico norteamericano Gerson Goldhaber, descubridor de la energía oscura; su colega y compatriota Samuel Cohen, creador en 1958 de la bomba de neutrones; el físico francés Georges Charpak, premio Nobel del ramo en 1992; el también francés y matemático Benoît Mandelbrot; el antropólogo molecular estadounidense Morris Goodman, el primero que formuló el parentesco biológico entre humanos y grandes simios...
Y bien, aparte de haber fallecido durante el último año, ¿qué tienen en común estas dos docenas de personajes cuya relevancia se debe a motivos tan dispares? ¿Por qué me ha parecido justificado alinearlos uno detrás de otro? Pues porque todos ellos eran judíos. Franceses, norteamericanos, rusos, alemanes, húngaros, marroquíes, británicos o argentinos, pero judíos. De izquierdas, de derechas, apolíticos, religiosos, agnósticos o ateos, pero judíos. Con trayectorias personales o familiares muy a menudo marcadas (emigraciones, exilios, cambios de apellido...) por esa condición judía.
No, no es que 2010 haya sido especialmente mortífero para los judíos a escala mundial; de hecho, una lista semejante a la que he pergeñado en las líneas anteriores podría confeccionarse cada año, y es probable que esté elaborada. De otra parte, y por fortuna, las noticias de carácter económico, literario, científico o político con protagonistas judíos no aparecen sólo en la sección de necrológicas. Sin salir de este diario, a lo largo de los últimos meses hemos podido leer acerca de las visitas a Madrid del premio Nobel de Economía en 2007, Eric Maskin, y de la escritora mexicana Sabina Berman, y del escritor alemán Edgar Hilsenrath. Y supimos de la aparición de la última novela de Philip Roth, “Nemesis”, y de un nuevo libro del argentino Marcos Birmajer, y de la llegada al liderazgo de los laboristas británicos del joven Ed Miliband, y de las rarezas del hirsuto matemático ruso Grigori Perelman. Y, por supuesto, se ha seguido hablando de los clásicos: la reedición de las memorias de Harpo Marx, la aparición de inéditos de Vasili Grossman, de Primo Levi... Otra vez, todos judíos.
Considerando que, en nuestro planeta de casi 6,800 millones de habitantes, los judíos suman menos de 14 millones de individuos, el relieve que miembros de este grupo humano -ya se le defina como nacional, socio-cultural, religioso, étnico o lo que fuere- mantienen desde hace dos siglos en los terrenos de la política, la economía, la ciencia, la creación artística y literaria, etcétera, no puede calificarse más que de asombroso. Que, siendo los judíos apenas el 0.2% de la humanidad, acumulen desde 1901 unos 170 premios Nobel en todas las categorías (un 29% de los concedidos), eso no puede ser fruto más que de una vasta conspiración.
Una conspiración, sí. Un complot que comenzó cuando la Revolución Francesa derribó las puertas de los guetos europeos, liberando así las cantidades ingentes de talento, de creatividad, de energía, de capacidad, de estudio, que 50 generaciones de judíos habían acumulado durante más de mil años de opresión, discriminaciones y restricciones. La riada subsiguiente inundó al mundo occidental durante las dos centurias siguientes, de Marx a Disraeli, de los Rothschild a Trotski, de Freud a Elías Canetti, de Harold Pinter a Einstein. Y todo induce a pensar que, en estos albores del tercer milenio, el desembalse todavía no ha terminado.
Así las cosas, ante la evidencia de que nuestra civilización (la literatura que leemos, el cine y la televisión que vemos, la ciencia que nos asombra, la medicina que nos cura, la tecnología que nos cambia la vida, el arte que nos deslumbra...) serían infinitamente más pobres sin las aportaciones de miles de talentos judíos, resulta tan sorprendente como inquietante la persistencia en España de ancestrales prejuicios antisemitas. Según distintas encuestas realizadas de 2008 a 2010, entre un máximo del 46% y un mínimo del 34,6% de los españoles tienen una opinión desfavorable acerca de los judíos, y la mitad de nuestros escolares no quisieran tener como compañero de clase a un niño judío, aunque admiten que tampoco sabrían cómo reconocerlo, ahora que la teoría según la cual los judíos poseen cuernos y rabo ya ha perdido vigor.
Frente a estos datos, que nos sitúan a la cabeza del triste ranking del antisemitismo europeo siendo así que tenemos una de las comunidades judías más pequeñas y poco visibles de Occidente, uno se pregunta qué es lo que, de los judíos, desagrada tanto a entre un tercio y la mitad de los españoles. ¿Discrepan de la teoría de la relatividad? ¿Les enfurece el psicoanálisis? ¿Abominan de los filmes de Woody Allen? ¿Les da dolor de cabeza la música de Leonard Cohen? ¿Les disgusta esa creación de Mark Zuckerberg llamada Facebook? ¿Rechazarían pasar una velada en compañía de Natalie Portman, o de Rachel Weisz, o de Adrien Brody? Porque si resultase que recelan de los judíos a causa de la política de Israel, la réplica sería bien simple: nadie en su sano juicio se declara italianófobo o antirruso por hostilidad hacia la gestión de Silvio Berlusconi o de Vladimir Putin. A mayor abundamiento, la mayoría de los judíos no son ciudadanos de Israel, e incluso entre estos últimos son numerosos quienes divergen de las actuaciones de su Gobierno.
De todo lo cual no debe deducirse que los judíos constituyan, junto a querubines, serafines y demás espíritus alados, un orden angélico.
Bastará recordar a Henry Kissinger con todo su Premio Nobel, o a Jack Abramoff -el superlobbista corrupto de la era Bush- o al estafador Bernard Madoff. Lo dejó dicho uno de ellos, el inmenso Billy Wilder, y el axioma vale lo mismo para personas que para colectivos: “nadie esperfecto”.
Joan B. Culla i Clarà es profesor de Historia Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona.
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