Los dirigentes chinos no entienden demasiado de separación de poderes y entre instituciones. En el titán asiático quien manda, manda; la luz del partido único se propaga en todas direcciones y no deja rincón sin iluminar. Quizá por eso lo primero que han hecho tras conocer enfurecidos la concesión del Nobel de la Paz al más famoso de los disidentes chinos ha sido convocar al embajador de Noruega, para leerle la cartilla. De poco ha servido que Oslo, que negocia un acuerdo comercial con Pekín, se apresurase a recordar que las decisiones del Comité Nobel son soberanas, que en las democracias de verdad filias y fobias no se transmiten jerárquicamente.
El premio al veterano luchador que es Liu Xiaobo -cumple condena de 11 años por "incitar a la subversión", es decir por escribir un moderado manifiesto pidiendo reformas democráticas en China- ha representado un serio puyazo para el régimen comunista. Lo han calificado de "obscenidad" los mismos que cortaban ayer la señal de la BBC y la CNN cuando las cadenas globales daban la noticia a los chinos. Pocas cosas irritan más a Pekín que verse expuesto a los focos en cuestiones de derechos humanos, un concepto que sus dirigentes, ocupados en otros menesteres, desprecian profundamente. Al Partido Comunista le resulta difícil asimilar semejante revuelo por un tipo a cuyo abogado se concedieron 14 minutos para argumentar su defensa, los mismos que había durado la lectura de la acusación en la parodia de juicio a puerta cerrada que, en diciembre pasado, dio con los huesos de Liu Xiaobo en la cárcel.
Solo cabe celebrar que el Comité Nobel haya decidido, en este caso, hablar por quienes no pueden hacerlo. Pero sería ilusorio esperar demasiado cuando se extinga el frenesí mediático. Pese a la catarata de congratulaciones y retórica con que ha sido saludado el premio, los Gobiernos democráticos, están mucho más atentos a no comprometer sus relaciones con la segunda economía mundial que a la suerte de opositores individuales. Véase el caso de la birmana Suu Kyi. En este sentido, es reseñable el gesto del presidente Obama, ganador del Nobel de la Paz el pasado año, quien, tal vez exigido por tan notable distinción, tuvo ayer la altura política de exigir la liberación del disidente, pese al riesgo que sus palabras suponen para las relaciones entre Washington y Pekín.
Este Nobel ha actuado como un líquido revelador sobre la película de esa economía global en la que China actúa como superpotencia imprescindible, a costa de una indulgencia excesiva y vergonzosa con el trato que inflige a sus ciudadanos y sobre todo a quienes se atreven a disentir de la corrección política obligatoria.
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