Y eso que el año no había comenzado tan mal. Obama entró en 2010 con un Nobel de la Paz bajo el brazo que, aunque él mismo consideraba inmerecido, demostraba cuanto menos la confianza -o deseos- que la comunidad internacional seguía depositando en él.
A comienzos de abril pareció que estaba a la altura de esas expectativas cuando anunció, junto con su par ruso, un nuevo acuerdo estratégico de reducción de armas, conocido como el nuevo Start, por sus siglas en inglés.
Un mes antes había logrado además culminar su máxima apuesta doméstica al convertir en ley, con su firma, la “histórica” reforma de la salud tras casi un año de lucha a brazo partido con los republicanos e incluso con su propio Partido Demócrata.
Pero la promesa estrella de su campaña le llevó a gastar prácticamente todo el capital político del que venía gozando, invertido en un proyecto que puso más de uñas aún a la oposición republicana y cuyos beneficios sociales y económicos tardarán todavía años en probarse.
No son pocos los que apuntan a que ahí está el principal problema del mandatario norteamericano: su apuesta por programas de beneficios a largo plazo -y a costa de engordar aún más un déficit de ceros casi ya incalculables- cuando el país sigue sin lograr salir de la profunda recesión en que lleva varios años, incapaz sobre todo de hacer descender una cifra de desempleo que para buena parte de la sociedad estadounidense constituye el único medidor que cuenta.
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